El sábado 6 de diciembre del 2008, un adolescente de 15 años llamado Alexandros Grigoropoulos fue asesinado, en circunstancias no esclarecidas, por la policía en Atenas (sí, Atenas, la de Pericles y Sócrates). El hecho sirvió como detonante para el estallido de una larga serie de protestas y disturbios en toda Grecia (sí, Grecia, la cuna de nuestra civilización). Protestas que abarcaron todo el mes de diciembre y que incluyeron destrucción de bancos, saqueos, ocupación de estaciones de radio y televisión y enfrentamientos con la policía. Aunque hoy la intensidad de estas algaradas ha disminuido, existen varios hechos dignos de ser destacados. En primer lugar, la brutalidad de la policía griega, sorprendente en las fuerzas del orden de un país de la Unión Europea, supuestamente “civilizado y democrático”. La misma reacción que generó el hecho indica que el mismo no se trata de algo aislado.
En segundo lugar, la destacada participación del movimiento anarquista en las protestas. Esto no quiere decir que el movimiento tenga un carácter única o predominantemente anarquista pero sí que los grupos anarquistas se han hecho presentes en prácticamente todas las protestas en toda Grecia, lo que parece indicar la existencia de un movimiento de alcance nacional, de considerable actividad y, probablemente, con cierta vinculación con la vida nacional.
En tercer lugar, la escasa cobertura que los medios han brindado al hecho, limitándose a transmitir informaciones tan trascendentales como “prosiguen los disturbios en Grecia”. Se diría que una serie de disturbios de altísima violencia, desarrollados por más de un mes en un país del Primer Mundo no tienen ninguna importancia.
Y, por último, lo más importante: Estos disturbios, como ya dije, se han desarrollado en un país del Primer Mundo, de la Unión Europea, en el seno de la sociedad del consumo y el bienestar y no, precisamente, entre trabajadores inmigrantes u otros sectores marginados que deseen incorporarse a los beneficios de esa sociedad sino, precisamente, entre los ciudadanos de pleno derecho (jóvenes, sobre todo, pero no únicamente), provenientes tanto de la clase obrera como de la clase media. Esto plantea una pregunta interesante: ¿A qué se debe este súbito estallido de malestar? ¿Subsiste la cuestión social, subsiste alguna forma de conflicto asalariado-patronal en el capitalismo avanzado o se trata de un nuevo conflicto, con causas y actores distintos, que merece un análisis aparte? Esa sensación de alienación, inautenticidad, angustia, soledad y fracaso que, con tanta frecuencia, parece embargar al hombre contemporáneo, ¿tiene alguna relación con el sistema o, por el contrario, es algo consustancial a la condición humana?
Obviamente, todo este tema, a algunos, puede sonar a pura cháchara romántica. Para el socialista francés Jean Jaurés, la cuestión social era, lisa y llanamente, “una cuestión de estómago”. Sin embargo, el tema nos parece importante y, por eso, transcribimos este fragmento del ensayo Sociedades de ayer y de hoy del sociólogo francochileno Luis Mercier Vega, perteneciente a su libro Anarquismo, ayer y hoy.
Durante las últimas décadas, evolucionaron y se transformaron la mayoría de las sociedades. Un poco por la presión de “los de abajo” y mucho por la revolución tecnológica; parcialmente por una mayor lucidez en el pensamiento humano y la toma de conciencia de los ciudadanos y, en gran parte, como resultado de las guerras. (rivalidades entre naciones, competencia entre grupos industriales, conquistas o enfrentamientos militares).
Las relaciones entre las distintas clases, así como las diversas dependencias del individuo, las estructuras y las facultades del Estado, variaron considerablemente. Pero el anarquista puede considerar que esos cambios no modifican esencialmente lo que siempre ha denunciado, es decir, la presión económica, política y social que pesa sobre los trabajadores; la sanción legal de los privilegios; el estado de frustración en el cual se encuentra aquel que es objeto en lugar de ser miembro con sus plenos derechos en la sociedad. Esta reafirmación de solidez en cuanto a principios no impide que las condiciones mismas de la lucha social estén modificadas, y que haya variado la manera de sentir, sufrir o rechazar la opresión. Lo cual, evidentemente, implica muchas modificaciones en la propaganda y en la elección de los métodos de acción.
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La condición material del asalariado no puede ser el único criterio para medir la importancia del cambio. El hambre se ha vuelto excepcional, la enfermedad ha dejado de ser una calamidad, se tienen algunas comodidades en los hogares, la mujer ya no depende tan exclusivamente de la paga del marido. En muchos sentidos, el obrero goza de las ventajas antaño reservadas a la pequeña burguesía. Puede ser propietario de un automóvil, puede ver la televisión, oír la radio, salir de vacaciones. A veces está en condiciones de adquirir una vivienda, lo cual era el sueño inaccesible de los años anteriores a la segunda guerra mundial. Y, suprema ventaja, está incluso en posición, si es ciudadano de nacimiento o si hace tiempo que vive en el país, de ver a los recién llegados trepar y agitarse para trepar los primeros peldaños de una escala social al término de la cual gozarán, como él, de los últimos inventos de la sociedad moderna.
El ideal, para el obrero, radica en que su hijo abandone la condición obrera, salga de su clase, pase a la categoría de cuello blanco, de empleado de oficina, de profesional. El gran proyecto de emancipación colectiva está reemplazado por la esperanza, más próxima de ascenso individual, si no para el trabajador mismo, al menos para sus hijos. Esto es la mejor demostración de que el asalariado manual considera a su estatuto como inferior y su lugar en la sociedad moderna como subalterno. Es más, aun cuando el obrero, orgulloso de sus capacidades profesionales, soñara con transmitir a sus hijos una herencia de oficio, las revoluciones técnicas se lo prohibirían. Un carpintero, excepto para algunos trabajos de restauración, no puede lanzar a un joven, y a su hijo menos todavía, a una carrera sin porvenir. Un tornero o un ajustador menos todavía.
Pese a todas las mejoras que cambian y elevan su modo y nivel de vida, el obrero sabe y siente que la clase a la que pertenece está condenada a la dependencia. Tal vez tenga una casa en un suburbio o un apartamento de tres habitaciones en una ciudad-dormitorio, pero, probablemente, le gustaría más pagar un alquiler en algún barrio céntrico. Anda en automóvil para no estar confinado en su apartada vivienda, para escapar de la ciudad los fines de semana, para ir a respirar el “aire puro” a cuarenta o cien kilómetros, en compañía de centenares de fugados como él, quienes, tras haber masticado colectivamente al sonido de los transistores, olerán gasolina quemada durante las largas horas de regreso, a paso de tortuga o poco menos. Aunque juega al burgués, siente y sabe que, a fin de cuentas, su automóvil le pesa más de lo que le alivia, que sólo la presión social, el temor de pasar por más tonto que el vecino, lo condena a la apariencia de la comodidad.
La sociedad de abundancia tiende a transformarlo en una vaca de panza gorda, siempre rumbo a un pastizal vecino. Le prohíbe toda comunidad fraternal pero lo inserta en una maquinaria cada vez más complicada a la que debe someterse. Para cubrir necesidades cada vez más provocadas, en él y su familia, le basta con trabajar cada vez más, acumular horas de sobretiempo, aceptar seguir las colas, cotizar en todas las cajas de seguridad y votar para quienes le garantizarán el mantenimiento del sistema y la ausencia de cualquier cambio fundamental. De allí esta reflexión de un obrero metalúrgico parisiense: “Cuando regreso a casa y cuando el ama de casa y los niños me preguntan sobre el número de horas de sobretiempo, la próxima paga y la manera de gastarla, con sistemas de crédito y catálogos ilustrativos, tengo la impresión de haberme convertido en una máquina traganíqueles”.
Las comunidades obreras, que se formaban por barrios, por oficio, en los locales, en los sindicatos, están desapareciendo. El lugar de vivienda está demasiado lejos del lugar de trabajo; los bloques de alojamiento económico agrupan a familias cuyos intereses divergen y cuyos orígenes son infinitamente variados; los mass mediae incitan a cada individuo o a cada familia a aislarse. La gran empresa también, lejos de favorecer un sentimiento de solidaridad entre los participantes, refuerza los mecanismos. Al salir de la fábrica, los asalariados corren hacia los medios de transporte que los devolverán, esparcidos, a sus respectivos domicilios -o sea a media hora, una hora, una hora y media a veces- en metro, autobuses y trenes supercargados. En el lugar de trabajo, como permanencia, no quedan sino las secciones fijas de las grandes centrales políticas o sindicales. Sólo el taller, el rincón mismo en donde trabaja sus ocho horas, toma, a veces, el aspecto de un medio más cálido, donde tiene su lugar y su importancia y donde los problemas vuelven a cobrar dimensiones humanas.
Las proporciones gigantescas de algunas empresas, la extrema división del trabajo, la complejidad de los procedimientos de fabricación concurren para interiorizar al trabajador, hundirle en el sentimiento de que sólo es una pieza de repuesto en el engranaje. En una manufactura de zapatos, en una fábrica de muebles, en un taller de mecánica, la idea de reemplazar a la dirección patronal por una colectividad de compañeros no era utópica. Las relaciones de clase eran relativamente simples y las fronteras entre expoliados y beneficiarios parecían muy claras. La reivindicación suprema: la toma de posesión del lugar y de los instrumentos de trabajo por los trabajadores, exigía coraje y audacia mucho más que estudios superiores. Pero, en un conjunto de fábricas interdependientes, con producciones programadas desde arriba y funcionando en relación con un mercado movedizo, el anhelo de la conquista obrera y la fórmula “todo el poder a los sindicatos” suenan a utopía.
La tendencia a la jerarquización de todas las actividades, a la compartimentación de las tareas, a la separación entre trabajadores “a la hora” y “mensuales”, aumentan evidentemente el fenómeno, ya significativo, de la desbandada obrera. Incluso la idea de una sociedad nueva se encuentra transformada. El socialismo se nos presenta como una mejor organización pero sin un cambio fundamental para “los de abajo”.
Observadores penetrantes como Andrée Andrieux y Jean Lignon, respaldados por su larga experiencia de la condición obrera, resumen muy claramente esta nueva psicología: “La concepción de la sociedad post-capitalista, cuyo militante se hace propagandista, no abre... ante las masas obreras la perspectiva de una vida nueva. Cambiaría su situación material, pero no su situación “existencial”, lo cual serría diferente para el militante; si desapareciera el capitalismo, el militante y las masas dejarían de encontrase en la misma condición. El militante, aunque no desempeñara funciones administrativas o directivas que lo condujeran del taller a la oficina, sino que permaneciera en el taller como delegado de los obreros, sería, al mismo tiempo, el representante del poder nuevo. Los obreros tienen más o menos conciencia de ello y también el militante”.
En el seno mismo de la clase obrera o, mejor dicho, de las clases obreras o, incluso, del gran conglomerado en forma de pirámide del mundo asalariado, se perfilan los moldes de una posible sociedad nueva, la cual suscita poco entusiasmo. Por reacción, y pese a la evidencia de los problemas técnicos o a la magnitud de los obstáculos, la ruptura profunda con el sistema de las dependencias suena más hondo y toca más íntimamente al trabajador aunque se considere una utopía. En este momento aparece el anarquista, que se dirige al hombre cansado o avergonzado de estar esclavizado, y no tan sólo a la masa, a la mano de obra o a la unidad de las estadísticas.
Sin duda, nunca estuvo la clase obrera tan unificada e indiferenciada como la que presentaran los intelectuales revolucionarios o reaccionarios. Existía, al menos, un conjunto de trabajadores asalariados que formaban una categoría social de características comunes, cuyo papel en la producción era esencial y que se distinguía por su manera de vivir. Las diferencias de salario existían pero no hasta los extremos de crear sectores netamente divididos.
En la actualidad, deberíamos hablar de varias clases obreras. Desde el proletariado “ingresante” -formado, en su mayoría, por emigrados recién llegados, dedicado a tareas duras, difíciles o malsanas- hasta las capas dirigentes que son asalariadas tan sólo por razones fiscales, pasando por los trabajadores de los servicios públicos repartidos o escalonados en categorías, los asalariados de las industrias, pagados según las regiones, los intelectuales especializados de los servicios y laboratorios -inscritos en los mecanismos de producción y sin poder casi sustraerse a ellos para alcanzar a aquellos colegas de la universidad que llegaron a alcanzar funciones directivas.
La jerarquización de los salarios dificulta aún más una conciencia de clase; multiplica las disputas categoriales, fracciona a los sindicatos, favorece los acuerdos entre direcciones -privadas o del Estado- y sectores de asalariados privilegiados. Acentúa más que limita la tendencia al mantenimiento de un subproletariado que sólo recibe limosnas y es fácil de eliminar en caso de crisis o depresión económica, al lado de sectores obreros, empleados públicos y privados enredados en sistemas de reglamentos complicados, con ventajas que dependen de su docilidad y constancia.
Ya que la división interior de las clases obreras corresponde, por lo general, a diferenciaciones de origen nacional o étnico, especialmente en Europa, es de temer que grandes olas de xenofobia se desaten fácilmente tan pronto como surja la competencia para obtener el derecho al trabajo, cuando no haya más trabajo para todos. Esto reviste un peligro real contra el cual las centrales sindicales no toman medida alguna. Se limitan a publicar imprecisas proclamas internacionalistas pero no tratan de asimilar los grupos importantes de trabajadores extranjeros, muchas veces sometidos a una doble o triple explotación, incluso la de sus propios compatriotas más “vivos”. Las únicas excepciones dignas de señalar son las organizaciones sindicales de los metalúrgicos alemanes y los sindicatos de la C.F.D.T. en Francia.
La ausencia de una meta común, de un designio general aunque utópico, en el conjunto de los asalariados, refuerza la importancia de las reivindicaciones puramente cuantitativas y confiere un valor decisivo a la iniciativa de los poderes públicos. Al no tener esperanza alguna en cuanto a la transformación total del sistema económico y de la máquina gubernamental, lo cual implicaría un interés y una intervención voluntaria de cada trabajador, sólo queda por exigir el máximo a un régimen cada vez menos controlable y más lejano, pero que garantiza el desarrollo económico hasta el infinito a condición de que el trabajador se despreocupe de ello.
Al diversificarse, la condición obrera lleva a romper lo que existía -que no era mucho en la práctica, pero sí en símbolo y en moral- de sentimiento de servicio comunitario y solidaridad. La imitación del burgués, aunque sea a escala reducida, hace del obrero un burgués.
Entonces se crea un desequilibrio mental que sólo se descubre en periodos de grandes tensiones, cuando lo evidencian los hechos. El trabajador se siente íntimamente condenado por su suerte; como todos sus esfuerzos no pueden fundirse en un movimiento colectivo revolucionario, no le queda más remedio que adoptar la apariencia de un burgués o de un empresario. Esto es lo que ven o adivinan importantes sectores de la juventud obrera antes de ser integrados, antes de estar ellos mismos envueltos en el engranaje de la vida cotidiana. Su rebeldía, más que un desprecio hacia los viejos, es un odio hacia el conformismo y como un rechazo a la sociedad que les proponen.
Para el trabajador manual y para el técnico -por que existen ingenieros y obreros no especializados-, el sentimiento profundo, ya sea consciente o que aflore con motivo de un conflicto laboral, es que le está concedida la apariencia de un verdadero y completo ciudadano en todos los órdenes de la vida excepto en su trabajo, y esta excepción hace falsas, engañosas y absurdas todas las reglas del juego.
Así, pues, los nuevos rasgos de la sociedad industrial y las características de las sociedades post-industriales constituyen obstáculos adicionales en la búsqueda ya penosa de los medios necesarios para esbozar y construir un mundo libertario. En cambio, los resultados, las ventajas de la sociedad super-organizada, no son capaces de eliminar el sentimiento de frustración en los trabajadores ni tampoco la necesidad de imaginar una sociedad fundamentalmente distinta. Si no existiese el anarquismo, se inventaría y sería como una réplica a las hipocresías y taras del mundo moderno.